Repensando la Práctica Médica en la Era Digital

25/05/2005

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Tiempo, Tecnología y Tacto: Repensando la Práctica Médica en la Era Digital

Desde el origen de la medicina, curar fue un acto profundamente humano. En la Grecia antigua, Hipócrates definió por primera vez una ética profesional y una práctica centrada en la observación del cuerpo y sus síntomas (1). En la Edad Media, los monasterios conservaron y transmitieron el saber médico, donde el cuidado del alma y del cuerpo se entrelazaban (2). En el siglo XVII, Antonie van Leeuwenhoek inauguró una nueva era con su microscopio, revelando mundos invisibles y cambiando para siempre la forma de entender la enfermedad (3). La medicina ha evolucionado de forma constante, incorporando herramientas que han ampliado los sentidos del médico: estetoscopios para oír mejor, imágenes para ver lo oculto, algoritmos para anticipar lo probable. Hoy, vivimos otra revolución. Desde la creación del Perceptrón en 1958, el primer modelo rudimentario de red neuronal, hasta la irrupción de los modelos de lenguaje natural como GPT y la aplicación de deep learning en imágenes médicas, la inteligencia artificial ha dejado de ser una promesa futurista (4-7). Ya es parte activa del entorno clínico. Nos dicen que los algoritmos diagnostican con más precisión que el ojo humano, que los sistemas pueden redactar notas en segundos, que los modelos conversacionales pronto guiarán la anamnesis del paciente. Y ante esto, muchos sienten inquietud e incertidumbre.


Me formé como médica en medio de esa transición. Soy estudiante de último año, y durante mi trayecto observé con detenimiento cómo la sociedad fue transformándose ante la integración de nuevas tecnologías. Esa transformación me llevó a hacer preguntas. Desde el primer semestre, me impulsaba una curiosidad insaciable por todo aquello que aún no tenía respuestas concretas. Las clases, vastas y fascinantes, me daban bases sólidas, pero yo buscaba en los márgenes: en la bioquímica, en las neurociencias, en la cirugía y en la cardiología, allí donde los apuntes no alcanzaban. Me sumergí en bases de datos clínicas, leí libros por fuera del pensum, busqué conversaciones con médicos que desafiaban lo establecido. Lo hacía no sólo para saber más, sino para estar preparada cuando me enfrentara, por fin, al privilegio de cuidar.


Fue entonces cuando la IA comenzaba apenas a asomarse como una herramienta disruptiva. Su impacto en la práctica clínica y en nuestra sociedad me generó una inquietud que compartí con mi compañero Pablo Pineda. Juntos fundamos el primer semillero de inteligencia artificial aplicada a la medicina en nuestra universidad. No lo hicimos desde el entusiasmo tecnológico vacío, sino desde una necesidad profunda: pensar con criterio. Queríamos que la facultad contara con un espacio académico que nos permitiera entrar en esta nueva era con mirada crítica. Nos preguntamos qué implicaciones éticas, políticas, ambientales y de salud pública tendría este cambio. Porque si no éramos nosotros quienes hacíamos esas preguntas, otros decidirían por nosotros.


Con el apoyo del internista Andrés Rico y del director de la Maestría en Inteligencia Artificial Leonardo Flores, creamos un espacio interdisciplinar donde estudiantes de medicina, odontología, ingeniería biomédica y sistemas podían dialogar. Descubrimos que el miedo a la IA nacía, casi siempre, del desconocimiento. Entender fue el primer paso para desarmar ese miedo. Y en ese proceso, llegamos a una verdad poderosa: la inteligencia artificial no viene a reemplazar al médico, sino a ofrecerle una elección. La elección de recuperar su tiempo, ese recurso tan escaso y valioso, para volver a lo que de verdad importa: pensar, diagnosticar, y cuidar.

De ese pensamiento nació una pregunta concreta: ¿qué pasaría si lográramos diseñar una IA que ayudara al médico con sus tareas administrativas? No para que hiciera más, sino para que hiciera mejor. Para que su mirada volviera a los ojos del paciente, no a la pantalla. Con esa idea en mente, participé en el Shark Tank nacional de la Asociación Colombiana de Cirugía, junto al ingeniero biomédico y médico Santiago Suárez Gómez, quien inició también desde que era estudiante a buscar formas de aportar a los pacientes una mejor atención uniendo sus dos pregrados. Presentamos un proyecto que ahora es empresa. Nos propusimos una misión audaz: devolverle al médico su bien más preciado: su tiempo. Junto a los médicos internos Mateo Uribe y Lucía Rocha, diseñamos una IA centrada en el lenguaje clínico del profesional, no en burocracias. Un asistente real, sensible al contexto, que automatizara lo necesario y liberara lo esencial. Lo que comenzó como una idea fue poco a poco materializándose en algo real. Ganar el concurso fue gratificante, pero lo verdaderamente valioso fue entender que podíamos construir algo que ayudara de forma concreta a quienes ejercen esta profesión con vocación.


En este proceso, la neuróloga Juliana Coral creyó en nuestra idea. Gracias a ella y al equipo del departamento de neurología, logramos algo improbable: llevar esta idea al hospital, iniciar un protocolo real y comenzar a materializar lo que antes fue sólo una visión compartida. Más allá de la facultad, la universidad no se quedó atrás. Brindaron un espacio para analizar los desafíos de la IA y nos escogieron a Pablo y a mí para pensar con ellos. Pablo y yo fuimos invitados a la Jornada de Reflexión Universitaria junto al padre rector y líderes académicos de diversas facultades. No sólo se habló de medicina, sino que integramos desde diferentes ramas del conocimiento, cómo se vería afectado el vínculo maestro-estudiante, de la transformación del pensamiento, del rol de lo humano. Allí, entre diferentes disciplinas y generaciones, nos preguntamos: ¿cómo protegemos lo esencial sin aferrarnos al pasado? Fue un diálogo honesto, donde se cuestionó qué datos entrenan a los algoritmos, qué sesgos cargan, qué decisiones automatizan. Y, sobre todo, quién queda fuera cuando dejamos que las máquinas decidan por nosotros.


En ello, mi curiosidad se despertó frente al rol que jugaría la IA en temas más concretos, y me permití investigar en aquellas áreas que me generan interés. Uno de mis proyectos, fue aceptado para conferencia en el congreso anual de la Academia Americana de Neurología en San Diego, California, sobre el uso de la IA para mejorar el diagnóstico de alteraciones del estado de conciencia a partir de neuroimágenes. Allí expuse no solo datos, sino sueños: los de una medicina que piensa con más precisión sin dejar de sentir. Este trabajo fue posible gracias a una red de apoyo invaluable: el doctor Gabriel Castellanos, el psiquiatra Hernando Santa María, el neurocirujano Juan Carlos Acevedo, el residente Andrés Ricaurte, y mis compañeros Salomón Páez y Kiara Torres, también internos, y la doctora Adriana Buitrago que me acompañó en entender el cuidado que amerita una revisión de ese nivel. Ellos me enseñaron que la ciencia no es una carrera solitaria, sino un esfuerzo coral, donde el proyecto recibió una gran acogida con figuras destacadas de diversas instituciones, incluyendo la neuróloga que ejerce en Harvard, Liliana Ramírez, que me acompañó al momento de dar mi presentación. Después de la cual compartí con neurólogos como Diego Cadavid, Lucas Restrepo y Miguel Ángel Hernández, con los que dialogué sobre la investigación, retos y cambios del IA en la neurología.

Pero no todo fue ciencia. Hubo días en los que la carga emocional de las rotaciones clínicas me superaba. Al estar en contacto con pacientes entendí que entender la fisiopatología detrás de una enfermedad era lejos de ser suficiente. Que a veces las probabilidades juegan en contra por más tecnología, más medicamentos, más estrategias. Atender es un acto de desafío de la humanidad contra la naturaleza, y en ocasiones, más de las que nos gustaría que pasaran, nos quedamos con todo el esfuerzo en las manos con única paz de que lo dimos todo, como enseña el destacado doctor Álvaro Ruiz en sus clases que me acompañan en mi día a día. Hubo una paciente que llevé a reanimación tratando de alejarla de la muerte. Quería que esa chica joven y dulce con la que reí, que me contó que se iba a casar en dos meses, que tenía una entrevista de trabajo al día siguiente. Quería que pudiera concretar todo lo que en el interrogatorio de su historia clínica me dijo con certeza creyendo que realizaría. “2:34 de la mañana, hora de muerte” escribí mientras redactaba la nota del caso. Pacientes que llegaban accidentados y cuyos padres les decían sobre como probablemente no iban a despertar. Pero así mismo observé una bebe que requirió cuidados intensivos vestirse de princesa y salir del hospital con entusiasmo. Cirugías donde docentes lograron salvar pacientes con medias de tensión que parecían indicar que no lo lograrían.


Observé como en ocasiones así no hubiese solución el paciente sonreía al ser escuchado con comprensión y amabilidad, no como una enfermedad más sino como una persona. En esos momentos, como cuando redacté mi primer certificado de disfunción en medicina interna, médicos como Santiago Grillo con su carisma y diligencia me mostraron que ser brillante va de la mano con ser compasivo. Que el no obtener lo esperado no era fallarle al paciente, era una realidad, que nos corresponde hacer lo humanamente posible con lo que la ciencia nos permite. Que las largas noches de turno se animan con una sonrisa, que los pacientes valoran a doctores como la reumatóloga en formación, María Higuera, que los atienden con calma y cariño. Todas las experiencias de cada turno desde que empecé mis prácticas en quinto semestre hasta mi práctica clínica en el internado me llevaron a sentir que vale la pena seguir madrugando a ver pacientes, a leer sus historias cada única y especial, a seguir preguntando a mis docentes, a la literatura, a seguir con mi mente curiosa impulsada a seguir escribiendo e investigando. Ya que un artículo publicado también puede ser una forma de cuidar, al contribuir a la generación de nuevo saber para la comunidad científica.


Recuerdo como en mi primera cirugía de corazón abierto, el doctor Giovanny Ríos, cirujano cardiotorácico me dijo “No te permitiría acompañarme sin tener la certeza de que primero, estas preparada académicamente, y segundo, que yo puedo guiarte”. Sentí deleite y euforia de haber participado en algo tan hermoso. Que como me mencionó el cirujano vascular Felipe Cabrera: La medicina es donde converge el arte con la ciencia. Le conté, con una sonrisa nostálgica, que antes fui dedicada a otras disciplinas. Que di recitales de piano, hice retratos por encargo, gané torneos deportivos. Que a veces extrañaba perderme en partituras, conciertos de música, novelas o uniformes de porrismo. Pero he encontrado más belleza en la ciencia que en el arte, le dije. Él me miró mientras ajustaba un nudo en el taller y respondió: “Aquí ya estás haciendo ambas”. Esa frase me acompaña aún, porque sí: la medicina es un arte. Uno que se ejerce con oídos atentos, mirada compasiva y manos precisas. Un arte que por siglos tuvo por instrumentos el silencio, la palabra y el tacto. Hoy, sumamos pantallas y datos. Pero la esencia no cambia. Lo que cura no es el algoritmo: es la relación con nuestra experiencia. Estamos ante una nueva etapa de la medicina donde los médicos usarán herramientas inteligentes con criterio y límites. Donde la IA no reemplazará la mano de quien ejerce esta práctica, sino que apoyará o cuestionará su criterio en ocasiones, ofrecerá perspectivas distintas en otros, facilitará tareas administrativas en donde se requiera: donde no automatice la relación médico paciente, sino el papeleo. Donde no desplace al
médico, sino lo potencie. Porque, si se diseña con conciencia la forma de integrarla en nuestros protocolos y guías, la inteligencia artificial puede venir para recordarnos que el centro siempre fue el paciente, no el sistema o el cómo vaya a abordarse.

Estamos ante una encrucijada histórica. La medicina, como en otros momentos de su historia, cuando descubrió los primeros gérmenes, cuando dominó la anestesia, cuando aprendió a ver dentro del cuerpo, está cambiando. Pero no todo lo nuevo es progreso, y no todo lo antiguo es obsoleto. Entender es el primer paso para dejar a un lado el miedo ciego y comenzar a trabajar
juntos en como podemos integrar el saber en nuestra práctica. Recordar que la curiosidad puede cambiar el mundo, que saber diseñar una pregunta puede hacer la diferencia en como ejercemos nuestra práctica clínica. Que no hay que esperar a graduarse para crear. Permitir que las ganas de ayudar y servir fueran mayores que quedarme haciendo lo que se
espera de mi. Porque con persistencia y disciplina se puede organizar los horarios para concretar de a pocos los sueños, los cuales tienen más fuerza cuando se construyen en equipo. Todo lo que he vivido y logrado en cada etapa ha sido con apoyo de más personas de las que puedo escribir en esta columna. Para todos con quienes he colaborado, cada doctor que me ha enseñado, guiado y acompañado. Mi familia y amigos que no me permiten detenerme. A quienes me dejaron fallar y
aprender. A quienes creyeron en mis ideas y estuvieron a mi lado así en su momento no pareciera estar avanzando. Me recordaron que, en medio de este camino lleno de retos, hay belleza en lo incierto. Una belleza frágil, sí, pero poderosa donde resolvemos acertijos y damos calidad de vida o de muerte según se permita y corresponda. Sueño graduarme en un entorno que ejerza una medicina precisa y tierna; eficiente y compasiva. Que integre la tecnología sin perder el arte. Porque
la humanidad no es un obstáculo para el progreso. Es su norte. La inteligencia artificial puede cambiar la forma en que ejercemos la medicina así como todas las demás disciplinas del saber que están retando la resiliencia de sus profesionales. Que cambie el cómo se ejerce, mientras no afecte el por qué.

La IA no salvará al paciente. Lo hará el médico que, gracias a ella, tuvo un acercamiento mayor a diferentes criterios ante la duda, o simplemente tuvo un poco más de tiempo para mirar a los ojos en lugar de escribir notas. El paciente no recordará la guía clínica que se use para tratarlo. Pero si recordará si le explicaron su condición, buena o mala, con calma. Recordará quien toque su hombro. Recordará a quien estuvo para escuchar su miedo. Si, la IA es un recurso que brindaba precisión,
pero estoy convencida de que la medicina es algo que ningún algoritmo podrá hacer por nosotros. No tenemos que entenderla del todo hoy, solo seguir caminando pese al miedo, apoyados en aquellos que están recorriendo este camino con nosotros. Y tal vez, eso es todo lo que se necesita: la decisión de seguir cuidando, incluso con los cambios que traiga el tiempo.


Referencias

Porter R. The Greatest Benefit to Mankind: A Medical History of Humanity from Antiquity to the
Present. London: HarperCollins; 1997.

  1. Lindberg DC. The Beginnings of Western Science. 2nd ed. Chicago: University of Chicago Press;
    2007.

  2. Gest H. The discovery of microorganisms by Robert Hooke and Antoni van Leeuwenhoek, Fellows
    of The Royal Society. Notes Rec R Soc Lond. 2004;58(2):187–201.

  3. Rosenblatt F. The Perceptron: A probabilistic model for information storage and organization in
    the brain. Psychol Rev. 1958;65(6):386–408.

  4. Esteva A, Robicquet A, Ramsundar B, Kuleshov V, DePristo M, Chou K, et al. A guide to deep
    learning in healthcare. Nat Med. 2019;25(1):24–9.

  5. Brown T, Mann B, Ryder N, Subbiah M, Kaplan J, Dhariwal P, et al. Language Models are Few-Shot
    Learners. Adv Neural Inf Process Syst. 2020; 33:1877–901.


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